Advertencia: no leí ninguno de los libros originales de James Dashner, y no me preocupo por esconder spoilers.
Personalmente celebro que la industria cultural haya decidido que los adolescentes consumen catástrofe posapocalíptica y drama (no melodrama, ni drama-escolar del tipo popularidad vs. bullying). Se podrán discutir los resultados y las estrategias pero por lo menos lo están intentando. Del segundo género, se acaban de estrenar If I Stay (Cutler, 2014) y The giver (Noyce, 2014)[1] y hace poco tiempo pudimos disfrutar de The Fault in Our Stars (Boone, 2014, sobre libro de John Green) y de la belleza (¿exótica?) de Shailene Woodley (The Spectacular Now, The Descendants). De mi cara catástrofe, al éxito rotundo de Hunger Games (con la mimada Jenny Lawrence) y Divergent (también, con Shailene Woodley, pero le faltaba madurar y cortarse ese horrible pelo ochentoso) se viene ahora a agregar The Maze Runner.
1. Articulaciones
En primer lugar: un bien logrado encabalgamiento catastrófico-paranoico. La secuencia que le toca vivir a Thomas entre el cuadrado y el laberinto, además de incluir un préstamo a pagar en cuotas a William Golding es, por sí misma, una parábola catástrofe. Pero como el punto de vista del espectador coincide con el del personaje (regla que no supieron obedecer, por ejemplo, en Hunger Games), la realidad externa a esta catástrofe, si bien sospechada, no se resuelve hasta el final. Allí se nos indica que al rededor del desastre hay... más desastre. Esa es la primera articulación-encabalgamiento, catástrofe sobre catástrofe. Inmediatamente se desata, sin embargo, el segundo encabalgamiento, que ya es plenamente paranoico: la doctora-jefe del experimento, en reemplazo del Dios en retirada, promete el sentido relegado ("there's a reason", creo que prometía la doctora[2]). Pero este sentido develado en seguida se repliega sobre la lógica del complot y de la silueta detrás del decorado. Que semejante estrategia coincida con la nueva regla de oro de la trilogía (y si es posible con la tercera parte subdividida) para el lucro infinito, ya es una feliz (para ellos) casualidad. Yo respeto y saludo a una nueva hija del hombre fumador que atormentaba a Fox Mulder, a una nueva hija de Schreber.
2. El orden del discurso
El segundo gran acierto es que se respetan varias de las reglas clásicas, generando un producto más sólido, más coherente que las anteriores. Por ejemplo, a los laberintos corresponden las arañas. Pero sobre todo, no hay lugar para la diatriba de especulación amorosa teenager (¿me ama de verdad? ¿le amo de verdad? no me entiendo, no lo entiendo) que empobrece Hunger games y hace insoportable por momentos a Divergent. El único personaje femenino (sin contar a la doctora) es prácticamente un muchachito más. Todos los personajes parecen haber pasado por un casting de androginia, y se ignora al elefante en la habitación, es decir, lo que sucede si medio centenar de adolescentes varones son aislados durante tres años. O lo que sucedería si luego de esos tres años aparece una mujer.
Gally se resiste a escapar de su paraíso homosexual.
3. Monroe, más allá de América
Como en cualquier narración catastrófica, la destrucción de las leyes e instituciones activa siempre la pregunta por su necesidad. Si construyeras la sociedad de nuevo ¿qué leyes replicarías? ¿cuáles eliminarías? Todo escenario posapocalíptico es una hipótesis de reconstrucción posible, una respuesta imaginaria al cómo vivir juntos y, por lo tanto, sus enunciados reposan siempre sobre premisas políticas. Y, como ya nos tienen acostumbrados estas producciones americanas, tales premisas son de una religiosidad ortodoxa y pragmática como las de aquel que ha conquistado el mundo sin necesidad de andar pensando demasiado si corresponde hacerlo. A fin de cuentas, pareciera que son incapaces de pensar una convivencia y una organización más allá de la dialéctica del lider-pastor-elegido y la manada-pueblo-votantes. La decisión es confiar o no confiar. Si te ha tocado ser líder, se trata de confiar en tus instintos. Si te ha tocado ser manada, se trata de confiar en algún lider. Cuando esta dialéctica se resuelve, desaparece la tensión y la trama llega a un fin. En Lost (J.J. Abrams, 2004-2010), los habitantes del pueblo-isla, en definitiva, no podían hacer mucho más que confiar en Shephard o Locke. Líderes natos ambos, no sólo por su personalidad magnética sino por su incapacidad tajante de esgrimir un sólo argumento. ¿Por qué irse de la isla? Porque por algo estamos. ¿Por qué irse de la isla? Porque es lo que corresponde. ¿Por qué abrir la escotilla? ¿Y por qué no? Nadie sabe, pero están dispuestos a abrirse la cabeza a hachazos. Intuición, Fé y lealtad. Con semejantes materiales se configura el menjunje ideológico que sustentaba la dimensión política de la ficción de Abrams, y en este caso sucede exactamente lo mismo. Todas las convicciones de Thomas son intuiciones más o menos ciegas. ¿Por qué hay que salir del laberinto? Él no lo sabe. ¿Por qué esa puerta que encontraron sería un escape? (y no, por ejemplo, una puerta a la guarida de los grievers) Y sus contrincantes, no nos olvidemos de ellos: ¿Por qué asumen que la llegada de Thomas es la desencadenante de los problemas? Nadie lo sabe.
La verdad está allá afuera
O mejor, a nadie le importa argumentar. La posibilidad de entenderse mutuamente está reducida a su variante militar: lealtad y confianza. Se trata, en suma, de una serie de elegidos, jurando que su intuición vale más que la intuición de otros. Sufriendo el drama cristológico (¿acepto o no acepto el rol que me tocó de líder sacrificado?) mientras el resto de los ciudadanos pintorescos y segundones (Sayid, Newt, Hugo, Chuck) se debaten entre arrastrarse tras las órdenes de tal o cual elegido.
Octubre 2014
[1] No fui a ver estas dos películas, ni creo que vaya.
[2] Lo segundo peor de ver las películas en cine, en lugar de descargarlas, es que no puedo tomar notas en la oscuridad.
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