Puig, Manuel, Pubis Angelical. Buenos Aires, Booket, 2012.
En alguna parte de su epistolario podemos leer al joven Puig reírse de los experimentos de la vanguardia latinoamericana que por aquellos años vendía libros desde Japón hasta Alemania. Puig era, y lo sabía, el más atrevido de los escritores, por lo menos en términos formales. Cuando, en 1979, publicó Pubis Angelical, ya era el autor consagrado de El beso de la mujer araña, el autor celebrado de Boquitas Pintadas, el autor perseguido de The Buenos Aires affair. Pubis Angelical es una novela de madurez, en varios sentidos. Todas las herramientas de la cinematografía que Puig trasladó a la literatura funcionan ya perfectamente engrasadas, sin ruidos raros, sin que se sienta como una demostración (como, tal vez, sucedía en Boquitas...). Una construcción clásica en la literatura de Puig: triple articulación de historias (sobre las cuales se articulan otras tantas), en formatos diversos y no fijos: diario íntimo, diálogo, narrador con focalización externa. Hacia el final, y conociéndole las mañas, uno se espera el informe policial, el contenido del cajón de una cómoda, la minuciosa descripción de un cuadro, pero nada de eso pasa. Al comienzo y al final de la novela hay narradores clásicos, sobrios y externos, que comparten el punto de vista de la protagonista.
Porque cada historia, y cada subhistoria están protagonizadas por una o dos mujeres. Pubis Angelical es un tratado, tal vez el más lúcido tratado sobre mujeres. Lo cual no significa que su verdad, que la verdad-resultado, que la verdad-total del libro esté enunciada, en uno de esos párrafos explicativos que a veces nos proporciona la literatura. Las voces que componen el texto enuncian mil verdades sobre la mujer y sobre las mujeres, y el difuso concierto de esas voces proporciona un coro complejo de reducir. Hay, sí, una cadena filiativa, un matriarcado en pares binarios madre/hija. Llegué a contar una docena, según cómo se quieran interpretar algunas relaciones. Y una enfermedad que es también la de esa barra entre madres e hijas, esa barra que las separa y las incomunica. Si creemos a algunas de las voces, esa barra es sencillamente una verga. Otras voces son más lacanianas, y sostendrán una verga ausente en su lugar. Hay, por último, un planteo pos-verga que, naturalmente, cierra la novela.
Cada idea (no están así explícitadas, por si hace falta aclararlo) tiene sus consecuencias. Pues si la verga es la enfermedad, y la incomunicación es el síntoma, el pubis angelical (el pubis sin concha) es el monstruo que vengará al género. El ángel mujer sin sexo, el terror del patriarcado, esa que no se dejará engañar ni podrá ser manejada y subordinada a cualquier perro que le huela entre las piernas y la arrastre. Tal la fantasía, desde un punto de vista, naturalmente, machista. Pero si la pija misma es el síntoma, la incomunicación puede llegar a ser la propia enfermedad, o acaso ambas sean síntomas. Lo que importa es que al echar a los machos del problema (ni causa ni cura, sino contingencia o, a lo sumo, condición), se entrevé una posibilidad utópica (aunque cierta lucidez en Puig bloquea toda utopía, y Pubis Angelical no es la excepción) en que las madres querrán y comprenderán a sus hijas, y las hijas a sus madres, cerrando el amargo capítulo de la barra/verga.
Imprescindible.
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